Nuestra mente es analógica. Es decir, cada vez que aparece algo que me es desconocido, me aproximo a ello buscando encontrar alguna similitud, en la forma o en la función, que me recuerde algo con lo que estoy familiarizado y que me permita saber, a partir de establecer una analogía,  cómo actuar frente a ello. Sé cómo usar un libro por mi experiencia con los libros que he leído anteriormente. Aún, con un mayor grado de complejidad, sé reconocer el género literario del libro, algo que es de un mayor rango de abstracción, por mi experiencia como lector; o cómo actuar frente a un libro electrónico, a pesar de que no hayan páginas reales que pasar. Sé cómo abrir una puerta por mi experiencia con otras puertas. Y en un mayor nivel de complejidad, sé cómo abrir una puerta dibujada en un videojuego porque sé cómo abrir puertas en la vida real, y uno ambas puertas (aun cuando sé que la puerta en el ordenador no es una puerta sino un conjunto de píxeles organizados con cierta configuración que nada tiene que ver con una puerta real) porque soy capaz de ver sus aspectos en común y categorizarlos de la misma manera.

​

Aprendemos de las historias y parábolas porque extendemos las relaciones que nos muestran entre acciones y protagonistas a otras situaciones de nuestra vida que mantienen alguna semejanza y, a través de la analogía, las categorizamos como elementos de un mismo conjunto. Construimos metáforas porque establecemos puentes analógicos entre elementos aparentemente dispares, explorando (o creando) relaciones profundas que expanden nuestro conocimiento del mundo. Esto es encontrar algo conocido en lo novedoso. Pero también, para poder expandir mi conocimiento, debo ir algo más allá, explorar las diferencias entre eventos que pertenecen a una misma categoría (como hacemos conforme vamos construyendo distinciones cada vez más sutiles entre emociones y sentimientos, y al separar ramas de la tristeza como la nostalgia o la melancolía obtenemos un paisaje emocional más complejo y rico en matices), probar nuevos abordajes, nuevas perspectivas y abandonar analogías superficiales para encontrar patrones y relaciones más profundas. Esto es encontrar lo novedoso en lo conocido. 

​

Ahora bien, lo que encarna y da vida a este proceso es su correlato emocional y relacional. La teoría del apego nos muestra un paralelismo con esta visión analógica: ante lo desconocido se nos abre la necesidad de vincularnos con una figura a la que consideramos más fuerte y más sabia que nos ampara. Desde la seguridad que nos brinda, podemos lanzarnos a explorar la novedad y familiarizarnos no solo con ella, sino con nuestra capacidad para afrontar los retos que nos suponga, con la conciencia de que si la dificultad nos supera podemos volver a ese refugio. 

​

Estos movimientos son una danza delicada que depende de la calidad de su ajuste mutuo. Porque si en vez de seguridad lo que se nos ofrece son experiencias y relaciones distorsionadas con respecto a las necesidades evolutivas, nos vemos forzados a adaptarnos a tales circunstancias. Las analogías con las que tendremos que actuar sobre el mundo y con nosotros mismos serán extremas o alejadas del desarrollo evolutivo óptimo. Es decir, proyectaremos sobre los acontecimientos analogías de las experiencias traumáticas o los cortocircuitos en el apego.

​

En muchos casos, los ojos con los que miramos la experiencia serán eslabones de una cadena que engarza con la propia historia de daño de los padres.